martes, 30 de enero de 2007

Cuentos

Farsa

Farsa sabe de sus encantos. Farsa sabe aprovecharlos. Lo hace. Lo significativo de su relación con la mesada es que mastica al ritmo del reloj triangulitos Adler. -¡No me va a vencer! gritó al gato que observaba sus movimientos uniformes. -Nunca pudo hacerlo, ni si quiera aquella vez-. Se refería al preciso momento en que soltó su plan. El momento menos indicado para hazaña tan consentida por autoridades gástricas tales como Antecomo y eminencias sanitarias, sea el Lic. Valotiqué o la Dra. Mugreta. El vómito finalmente quedó controlado, o mejor, maniatado.
Su trato con el almacenero se encontraba en la plenitud. Se lo había dicho el astroanalista en el concierto: “El pan bajará, bajará y bajará”. El grito de Farsa al escuchar esto fue formidable: -¿Y mis encantos?-No fue la magnitud de lo intransigible. No. Fueron los decibeles. -Almacenero, ya no lustre su bota- Su tono cambió y el mundo también. La velocidad de la luz fue lenta al lado de la velocidad de sus eructos. Guok! Guok! Y dale que va! -¡Comé bruja!- Gritaban. -¡No señor!- Contestaba; y así pasó una tarde y un tenue sacudón le bastó para digerir la “Addler tonelada”.
Esto era lo que le gustaba, mantener cuasi o pseudo relaciones intransigentes con gente de camisa azul amarillenta. El almacenero era entonces el ideal y tatuó en una teta su rostro, el del almacenero, en un piano bar. La Dra. Mugreta no se lo había aconsejado. Pero ella desobedeció y … -¡Debo salir! ¡Debo salir!- Su escalofrío fue notorio, el almacenero no percibió su latir, su canto. ¡Debo salir! ¡Debo salir! No podía concebir otra idea. Ya estaba afuera del piano bar, pero su mente, dentro, no lo admitió.

* * *

Merlo

Anochece. Merlo abandonó el lugar que habitó toda su vida. La cantidad precisa de años desde su nacimiento. De pronto en la cancha de River ordeñó dos y sólo dos cabras; todos fueron conscientes de esa actitud. Lejos de controlarla, pudo advertir que existía cierta simpatía, cierta conexión que no tardó en dilucidar. Pero no dijo nada. Sólo apretó sus ubres y tapó sus hocicos con la red del arco. El momento más gracioso fue cuando tuvo que correr al heladero para que, sin pensarlo, se incorpore a la tribuna. Merlo no quería a nadie a su alrededor, sí, y esto es curioso, en el avión de José. José fue muy serio hasta el preciso instante en que, desorbitado y soldado, quemó sus pestañas mientras intentaba localizar el centro exacto de su miseria. Merlo nunca lo supo. José tampoco lo tuvo muy claro, a pesar de alumbrar sus ideas con una linterna. No vio nada, ya no tenía pilas. Miserable condición la suya: despilado dentro de un avión. De Rita prefería no hablar, le tenía el páncreas hinchado. Rita era novia de Basualdo, que a su vez mantenía una extraña relación con una de las cabras de Merlo. Esto era precisamente lo que a Merlo lo hacía ir al cine, le hacían dar ganas. En una oportunidad, cambió su look y se dirigió a la sala más próxima. El film que proyectaban no era de su agrado pero satisfacía requerimientos de elite. Fue allí donde Rita le confesó que Basualdo le era infiel. Merlo no imaginó un lápiz, contrariamente, se le ocurrió una bombita. A todo esto, en la pantalla, relucía la estrella cabra, su conocida escena. Merlo se la perdió, pero no así José que escondido debajo de una butaca, contempló a Aurora, la re-cabra, terminar su performance, digna de aplauso y no berenjenazo.
Bueno, la leche de cabra, extraída por Merlo le era blanca solo a su tío.

* * *

Pepe

Pepe miró a la lejanía y no supo de misterios, sus manos como de piedra, recogían de los intentos cotidianos lo más vago, lo más vago; nada respondía a sus sueños. Ni siquiera las flores, o los cactus, que en un rictus de penumbra se silenciaban en torno a Pepe. Pepe declinó, y en sus esplendor vislumbró. No se. Ni si quiera su cocktel de uva. En sí pudo ver lo que ansió y no supo, no supo. Para peor las sirenas ya no colmaban sus deseos, ni siquiera los libros de Tarzán ni los de Julio Verne. El amor que sentía no llegaba ni al primer piso. Y encima, ocho pisos arriba cundía el pánico entre las tejas de Pepe; tejas y quejas, las viejas luces se asemejan, abejas o almejas tristes. En primer lugar no soy ateo -dijo-. Y luego si querés te abrocho -acotó-.
Las lentejas embalsamaban y a Alberto, su mejor amigo no le gustaban y es precisamente por eso, por su sabor, que prometía silbar. En ese preciso instante, José, el almacenero, estaba tomado por la cámara 3 y la película se discontinuaba en dos partes. “No es posible filmar así, la recontraputa madre parió!!” gritó el director entibismado. Y por un tubo salió la mole de la pantalla. Butacas, petacas del cine sublime, y la gente buscaba a Eduardo. -¿Y Eduardo?- dijo uno. -Me cacho- contestó Respedey, y se voló. Respedey era experto en escapes. Pero Eduardo lo había adulado, ¿comprendés? El jabón se le resbaló y perdió… Bueno, José estaba exento de la matufia.

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